Lectio Divina: Salmo 139 (138)
Desde el inicio hasta el fin, el salterio marca un camino que va del yo al nosotros, de la persona a la comunidad, una senda que va desde el gozoso salmo primero: “Feliz el hombre” (Sal 1,1), hasta la cantinela que repite el final del salterio litúrgico: “Feliz el pueblo” (Sal 144, 15).
En este itinerario, el salmo 139, alabanza individual con matices sapienciales, nos habla de Dios y del hombre en cuatro estrofas y una conclusión.
1ª Estrofa: El Pastor que sondea a cada oveja (Sal 139, 1-6)
Señor tú me sondeas y me conoces.
Me conoces cuando me siento o me levanto,
de lejos penetras mis pensamientos;
distingues mi camino y mi descanso,
todas mis sendas te son familiares.
No ha llegado la palabra a mi lengua,
y ya, Señor, te la sabes toda.
Me estrechas [rodeas] detrás y delante,
me cubres con tu palma.
Tanto saber me sobrepasa,
es sublime, y no lo abarco. (Sal 139, 1-6)
Señor tú me sondeas y me conoces.
Con estas primeras palabras el salmo revela a Dios tocando al hombre, o al hombre tocado por Dios. Este sondear (hqr) de Dios, que el profeta llamó escrutar el corazón (Jr 17, 10), manifiesta su cercanía a cada ser. Sus ojos están abiertos hacia los hombres, por eso: “Dios es testigo de sus interioridades, observador veraz de su corazón…El Espíritu del Señor conoce cada voz” (Sb 1, 6).
En este reconocimiento amoroso de cada voz se anuncia ya el manso eco de Jesús: “Yo soy el buen Pastor y conozco a mis ovejas” (Jn 10, 14), como la plenitud del sondear de Dios. Es única la expresión en el Antiguo Testamento del orante: “El Señor es mi Pastor, nada me falta” (Sal 23,1), como único es el pastoreo de Dios por la humanidad perdida, a la que busca infatigablemente cuando atraviesa cañadas oscuras, porque las hace suyas. Y esta solicitud sólo para que el hombre pueda decir: “Nada temo porque tú vas conmigo” (Sal 23, 4), verso que algunos interpretan en relación al nombre de Dios: “Dijo Dios a Moisés: Yo soy el que soy” (Ex 3, 14), esto es, estoy contigo siempre; certeza que suena como la respuesta al grito precedente del orante: “Dios mío, Dios mío ¿por qué me has abandonado?” (Sal 22, 2). La presencia de Dios pone en fuga a la muerte y al miedo, el consuelo de la vara y el cayado de Dios abren camino en las tinieblas.
Podemos decir, pues, que este sondear de Dios es don de sí mismo, que llega a su culmen en Jesús, el Pastor Hermoso, que se entregó a la muerte por cada oveja, y restableció así –con cada una de ellas- una relación de amor intensísimo, reconociendo a cada oveja como algo suyo, por la que mira asiduamente. Esta mirada de Dios aparece en los orígenes de la humanidad, cuando al final de la creación vio Dios que todo era bueno y bello (Gn 1,31). De esta mirada dijo María: “¡Ha mirado la pequeñez de su esclava!” (Lc 1, 48), y es que ¿cómo existir sin la consideración de otro, sin esa mirada que concede ser –ahí donde unos ojos abren un espacio de confianza, de vida, de crecimiento? Esta mirada de ternura expresa un conocimiento total de su criatura, por eso continúa el orante:
Me conoces cuando me siento o me levanto, de lejos penetras mis pensamientos.
Sentarse o habitar (kathezomai) y levantarse o despertar (egeiro/qûm) complexivamente indican totalidad. Dios conoce todo de mí, con el sentido original de “comprender en mi compañía”, por familiaridad y relación, conocer desde el amor, y es que sólo se conoce lo que se ama. Este amor da ojos para ver, por eso reza el salmista:
Distingues mi camino y mi descanso, todas mis sendas te son familiares
Todas las sendas las recorremos juntos. Y no sólo el empedrado del camino exterior que recorren mis pies, sino que:
No ha llegado la palabra a mi lengua, y ya, Señor, te la sabes toda
Dios penetra los secretos del corazón (Sal 44, 22). En la liturgia de la vida, Dios tiene sus gestos para confirmar al hombre su cercanía, experiencia que el salmista expresa así:
Me estrechas [rodeas] detrás y delante, me cubres con tu palma.
Dios estrecha rodeando con sus brazos al orante, como una madre abraza a su criatura. Este es un merismo que expresa la protección de Dios como un cercado protege una propiedad personal que se ama y se custodia con cuidado.
Esta solícita guarda de Dios también se manifiesta en un gesto paterno: “tu mano sobre mí”. Para un semita no hay vida fuera de la mano de Dios; habitar al amparo del Altísimo, morar a su sombra, posibilita el poder decir a Dios: “Refugio mío, alcázar mío, Dios mío confío en ti” (Sal 91, 2). En las estrechuras de las pruebas el Señor no abandona al hombre. Bajo sus alas encuentra el orante refugio y protección. Confiado en la armadura de Dios -sus brazos y sus manos- es librado de la peste del desaliento, y de la plaga del resentimiento, experimenta que hay alguien que se ocupa de custodiar su camino, y que ciertamente nadie puede arrebatar las ovejas de la mano del Pastor hermoso (Cf. Jn 10, 28)
Tanto saber me sobrepasa, es sublime, y no lo abarco.
Sí esta sabiduría no la abarcamos, la ciencia de Dios siempre sorprende e interpela la lógica humana, pero está cerca de nuestro mundo.
Pilar Avellaneda Ruiz (Continuará)
[1] Cf. P. Avellaneda Ruiz, Los Salmos, odres del Agua de Dios, Colección Espiritualidad Monástica 84, Ediciones Monte Casino (Zamora-Benedictinas) 2018.